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LA INVESTIGACIÓN METAFÍSICA

Yo, el observador, observo al hombre. Observo el cuerpo, las sensaciones, los sentimientos y los pensamientos del hombre. Haciendo eso aparece en mí el sentimiento de ser distinto de lo que observo.

Desde entonces sé que no soy el hombre. Dejo de considerarme un hombre como lo hace todo profano.

Esto no debe ser una teoría sino una experiencia interior con unas repercusiones profundas. El fruto de una práctica deliberada.

Pero es preciso ir más lejos. Es preciso buscar el tomar consciencia de la naturaleza de aquel que observa.

Cuando la observación del hombre ha comenzado a dar su fruto, es preciso remplazarla progresivamente por una investigación sobre el observador.

Nuestra meta es descubrir qué es el observador. Descubrirlo en el seno de una experiencia vivida interiormente.

Gracias a mi observación ya he progresado. Sé que no soy ni el cuerpo, ni el mental. Cuerpo y mental son simples objetos de mi observación. Si sé eso verdaderamente, ya se producen profundas modificaciones. En mi experiencia vivida ya no existe mi cuerpo, sino el cuerpo. No existen mis sentimientos, mis concepciones, mis esperanzas, mis deseos, mis miedos; sino sentimientos, concepciones, esperanzas, deseos y miedos. Dejo de apropiarme ficticiamente de lo que no es más que un producto particularizado de la Naturaleza en sus aspectos físicos y psíquicos.

Para dejar de identificarme con el cuerpo y el mental del hombre, es preciso hacer un esfuerzo constante de restablecimiento, por el cual resisto a identificarme erróneamente. Pues en definitiva, lo que constato en el curso del trabajo interior es que pensar: “mi cuerpo”, “mis pensamientos”, es un error. El análisis atento de los actos me lleva a constatar claramente que este cuerpo no es mío. No es mío pues yo no lo he creado, y su creación no ha dependido de mí. No es mío pues está regido por un determinismo completamente independiente de mi voluntad. Determinismo que lo ata a la Naturaleza que lo ha engendrado y a la que pertenece. Determinismo, que es la causa de que el cuerpo enferme y muera sin consultarme. El cuerpo me es, pues, extraño. De igual manera el pensamiento no es mío. Las estructuras del mental son el producto de la especie y de la época. En el interior de sus estructuras, las ideas vienen y se suceden independientemente de mi voluntad.

Es evidente que eso me es extraño. El hecho de que yo pueda con voluntad pensar en alguna cosa, levantar la mano derecha o la izquierda no es en ningún caso una prueba de propiedad. Es la prueba de que poseo una cierta y limitada influencia sobre el cuerpo y el mental, que son percibidos por mí en este mismo instante.

De igual forma y por repercusión, el hombre tiene una cierta facultad de influencia sobre los objetos que le rodean. Puede limpiar, ensuciar o estropear una mesa. Puede desplazarla de un sitio a otro, o cortarla en mil pedazos. Poseer el poder de realizar eso no es una razón para que el hombre diga: “yo soy una mesa”.

Tal es, sin embargo, la locura que cometo cuando digo: “yo soy un hombre”.

Tengo un cierto y limitado poder de influencia sobre el cuerpo y la mente del hombre, por esta constatación digo: “yo soy este cuerpo y este mental”.

Es completamente absurdo.

La identificación con el cuerpo o con el mental no es, pues, así como se lo imaginan los profanos, la constatación de un hecho. La identificación con el cuerpo y con la mente es un simple pensamiento, una simple concepción que no se basa sobre nada real y que está desprovista de todo fundamento.

Habiendo comprendido lo que no soy, es preciso comprender lo que soy.

Y soy el observador, pero este observador, ¿qué es?.

Para descubrirlo, es necesario preguntarse un conjunto de cuestiones. Pero no es necesario intentar responder a sus preguntas por medio de una dialéctica mental. Es preciso intentar responderlas por medio de la experiencia que da la sensibilidad interior.

Si hacemos lo primero, será una teoría especulativa.

Es necesario tantear en la oscuridad de una sensibilidad al principio imprecisa; hasta que los contornos de la cosa presentida se dibujen netamente, en la luz de lo vivido interiormente.

Intentemos percibir interiormente lo que es el observador, estableciendo una comparación entre él y lo que es observado.

El mundo que observo está constituido por ruidos múltiples. ¿El observador que percibe estos ruidos, es él mismo ruidoso o silencioso?.

Cerramos los ojos y nos hacemos interiormente esta pregunta, intentando no buscar razonamientos, sino sentir interiormente la respuesta.

Busquemos percibir, en nuestra delicada sensibilidad introspectiva, si aquel que en este mismo instante observa es ruidoso o silencioso...

Realicemos este ejercicio y los que vienen después, repetidas veces, hasta que la Naturaleza del Espectador nos sea conocida por una experiencia y una percepción fuerte y sólida.

Realicemos esta “práctica” para mejorar e intensificar la percepción interior que engendra. Percepción que en su comienzo será imprecisa, pero que se volverá, para quien sepa perseverar, una Luz cegadora.

Como contraste, cuando nos preguntamos lo que acabamos de decir, se nos mostrará claramente que el espectador de los sonidos del mundo es totalmente silencioso.

Tomemos consciencia de su silencio que es nuestro silencio.

Focalicemos toda nuestra atención sobre este silencio. Haciendo esto, nos volvemos interiormente perfectamente silenciosos. Somos un silencio sin límites.

Y he aquí, pues, que hemos llegado a una primera constatación; Nuestro Yo profundo, que se encuentra más allá del cuerpo y del mental, y que es el Espectador de ellos, es perfectamente silencioso.

Como nuestra constatación no es la consecuencia de una simple deducción especulativa, se acompaña de una capacidad de experiencia, y así será para todo lo que descubramos por este método.

En adelante, gracias a la habilidad que resulta de una práctica asidua y regular, en todo lugar y en toda circunstancia, nos volvemos capaces de entrar en nuestro silencio interior.

Cualesquiera que sean los ruidos o el alboroto que golpeen nuestros oídos y sin que constituyen ninguna molestia, podemos conocer la beatífica experiencia de un inalterable silencio interior.

Continuemos nuestra encuesta sobre las características de nuestro Ser profundo y preguntémonos de nuevo:

El mundo que percibo está habitado por diversas formas. ¿Yo, el observador silencioso que percibe esta diversidad de formas, poseo alguna forma o, no la poseo?.

Cerremos los ojos y nos interrogamos. Busquemos percibir interiormente la forma o la ausencia de forma del observador.

Por la evidencia en nuestra búsqueda, seremos llevados a sentir que el observador está desprovisto de forma y densidad. Es completamente impalpable. No posee ningún contorno perceptible. Es totalmente sin forma. No ocupa ningún lugar en el espacio. No es limitado o limitable, determinado o determinable por ninguna forma espacial. No siendo limitado, es infinito. He aquí lo que es preciso llegar a sentir.

Saboreando interiormente nuestra ausencia de limitación en la forma, sumerjamos y mantengamos toda nuestra atención en la percepción de esta realidad. Hagamos la experiencia de la infinitud informal, que es una de las “características” de lo que somos en tanto que observador silencioso.

A la percepción del silencio se añade la percepción de un vacío sin límites, desprovisto de todo contenido, y la felicidad se vuelve más amplia.

Gustad interiormente el sabor de la constatación de vuestro vacío absoluto. Ensanchad por los pasos repetidos el goce que resulta de esta degustación interior. Sois algo que al fin descubre lo que es.

Este mundo está lleno de movimientos y transformaciones. ¿El Espectador se mueve y se transforma?.

Interiorizándome, tengo que constatar que yo, el observador, soy impasible e inmutable, extraño a toda transformación. Tal y como soy hoy seré siempre.

Yo permanezco inmutable en mi vacío y en mi silencio absoluto.

El mundo está lleno de colores. Tal y como yo soy en mi inmutabilidad espectadora, ¿poseo algún color?.

Miro atentamente los colores que se ofrecen a mi vista, después conservando los ojos abiertos, vuelvo mi atención hacia el interior, es decir, hacia mí-mismo, para discernir si en este silencio y en este impalpable hay colores...

Pero ningún color puede ser visto. No soy ni color ni tampoco tinieblas, pues el negro es un color del mundo exterior. Constato que eso, que es testigo de todo, es una luminosidad incolora que reside más allá de las tinieblas de la ausencia de percepción. Es la luz total, desprovista de toda especie de coloración. La Blancura Absoluta. Yo soy esa luz sin matices; he aquí lo que de nuevo, por medio de la práctica y por el Despertar de una sensibilidad superior, necesito descubrir en mi experiencia.

¿El testigo, este testigo que soy yo, está sometido al tiempo?. ¿Está insertado en la trama del tiempo?.

Su intemporalidad es una consecuencia de su inmutabilidad.

A ese nivel no existe el tiempo para mí, pues no puede haber duración donde no hay ninguna modificación.

El tiempo pertenece al espectáculo, a ese espectáculo que es el mundo, pero yo, espectador, estoy fuera del tiempo.

Así comprendo mi intemporalidad. Por toques repetitivos, hago de manera cada vez más clara la experiencia de mi eterna intemporalidad.

¿Estoy sujeto al nacimiento y a la muerte?.

¿Quién nace y quién muere?.

¿No es el cuerpo quien ha nacido?. ¿No es en él donde el pensamiento se forma poco a poco?. ¿No es el compuesto humano quien debe morir?.

El cuerpo ha aparecido, el cuerpo desaparecerá.

El pensamiento ha aparecido, el pensamiento desaparecerá.

Yo me siento ser, de una forma muy clara, el observador de todo eso.

Sintiéndome ser el observador de lo que ha aparecido y que debe desaparecer, comprendo muy claramente que nunca he nacido y que no tengo ninguna posibilidad de morir.

En mi inmutabilidad no tengo ni principio ni fin, ni nacimiento ni fallecimiento.

¿Qué representa el hombre para mí?.

Es un espectáculo. Es, por otra parte, el espectáculo que en este mismo instante continuo contemplando. Este espectáculo ha tenido un comienzo, y tendrá un fin.

Yo soy el espectador.

Por la aberración del pensamiento identificador nos tomamos por el espectáculo.

En realidad no estamos integrados en el límite, la duración y las vicisitudes de ningún espectáculo.

Ahora sabemos quienes somos. Sabemos que somos este Ser silencioso, incorporal, sin forma, impalpable, incoloro, luminoso e intemporal que detrás del cuerpo y el mental permanece inmutable.

Somos esta presencia fuera del tiempo, espectadora de todo, no encadenada al mundo, libre y eterna.

Esta presencia que es vacuidad total, ausencia de limitaciones y ausencia de particularismos.

Ahora sabemos lo que la iniciación y el Despertar quieren decir. Estar iniciado, es estar introducido y ayudado en la comprensión y la experiencia de esto. Estar Despierto, es permanecer consciente del Yo profundo y no perderse en la identificación con el hombre.

Lo que nosotros somos verdaderamente, eso que ha sido llamado “alma” en su sentido más elevado. Pues el alma superior, distinta del alma del sentido psicológico, es imagen, reflejo y parcela de Dios. Eso ha sido llamado âtman, pues el âtman es indisociable de Brahman.

Aquel que conoce su alma conoce a Dios, pues el alma es la presencia de Dios en el hombre.

Aquel que conoce su alma alcanza la acción del universo, para él ya no hay nada que conocer.

Posee el Bodhi, la iluminación en la que las limitaciones individuales se aniquilan, en la inefabilidad y la inconmensurabilidad transcendente absoluta de lo Divino, que ha sido llamada Nirvana.

Aquel que conoce su alma encuentra el reino que había perdido. Es un hijo pródigo que vuelve a casa de su Padre Celestial.

La Beatitud le es dada en herencia.

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